el gran cosejo de aves
En un claro escondido entre los árboles más antiguos del bosque, se reunieron las aves más sabias de cada rincón del mundo. No era una reunión cualquiera; aquel día se celebraba el Gran Consejo de las Aves, un evento que sólo ocurría una vez cada cien años.
La grulla, elegante y serena, fue la primera en tomar la palabra. Habló de las montañas nevadas que cruzaba durante sus migraciones y de cómo los vientos del norte le susurraban secretos que solo los viajeros podían entender. A su lado, el martinete asintió con solemnidad, recordando las noches estrelladas que vigilaba desde los juncos, donde el agua reflejaba el cielo como un espejo.
El martín pescador, pequeño pero orgulloso, contó historias de su destreza al cazar peces en ríos cristalinos, mientras el flamenco, con su porte majestuoso, describió las danzas que realizaba al atardecer, coloreando las lagunas con tonos rosados y naranjas. La garza, por su parte, compartió su amor por la quietud de los humedales, donde cada paso era un ejercicio de paciencia y equilibrio.
Entre murmullos y cantos, las aves intercambiaron relatos de sus viajes y vivencias, creando un tapiz de historias que abarcaron mares, desiertos, selvas y montañas. Algunas hablaron de la resistencia frente a los fuertes vientos, otras de los cielos infinitos que cruzaban sin descanso. Y todas coincidieron en un pensamiento: que, a pesar de sus diferencias, compartían el mismo cielo y el amor por la libertad.
Cuando el consejo llegó a su fin, las aves levantaron el vuelo en una sincronía perfecta, como si fueran una sola. Desde el suelo, un ciervo que había escuchado en silencio vio cómo sus siluetas se perdían en el horizonte, dejando tras de sí un recuerdo imborrable: la unión de aquellos viajeros alados que, por un día, compartieron el mismo nido de historias y sueños.
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